Tenia que Matarme
Juan Guillermo Verano Cardona
Quiero contar la historia de mi vida, o mejor de mi muerte, antes de perder la oportunidad de escribirla. Antes de que no me importe siquiera hablar. Antes que no ser capaz de abrir mis ojos, mover mis dedos y recordar por última vez aquello que me importaba. Antes de tener certeza del ocaso de la ignominia que me causaba no soportarme. La levedad ausente y el peso infame de mi sufrimiento.
Por los días en que cumpliría mis cuarenta años, la única certeza que tenía frente a mi vida, era que debía terminarla. No aguantaba más. Quizá desde muy joven sentí la muerte anticipada y autoinfligida como un destino ineludible, como un camino del cual no podría desviarme, como un estigma que no podía evitar. Luché silenciosamente durante años, callando mis lágrimas y ahogando mis impulsos, contra esta idea que ya no sabía absurda, contra la desazón de vivir, contra esas olas que me empezaban a tapar cuando ya no quería salir a flote. Esperé pacientemente encontrar una razón para no dormirme en día y despertarme en las noches. Quería una consigna, un sueño que no me aplastara en el intento de lograrlo. Quería simplemente poder sentir la inercia del sol y la opacidad de la luna sin perturbarme. Pero eso significaba querer todo lo que no podía tener.
Con el tiempo y las desavenencias de las horas más oscuras, el maldito policía moral llegaba con su bastón de mando a desahuciar mi alma del poco terruño que le quedaba habitable en mi cuerpo. La melancolía se apoderaba de mí y el bucólico vagabundo se alzaba cual déspota sobre mis miedos, sobre mis dolores, sobre mi infamia. Sólo un cigarro, o muchos, encendidos con la combustión triste de una tonada anglosajona, me hacían sentirme en la puerta de mi quietud inexorable, tanto así que decidí repetir esta rutina día tras día, en todas las horas, hasta poder burlarme de la vida y la inútil respiración.
Úrsula Iguarán me dijo una noche, sentado frente al balcón de la carrera séptima, que uno no se moría cuando quería sino cuando podía. Yo sí que podía dar fe de eso. Aborrecía dos cosas, que algún fulano tuviese que trapear mi sangre ennegrecida por las horas y que el morbo de la escena y la foto, la chiva y el mirón, masturbaran el deseo de aquellos que se creen vivos. Buscaba un escape elegante, una salida en hombros como la de aquellos que vestidos de luces solo traen la oscuridad ante un toro rendido, abatido. O mejor no, porque esa gloria es despreciable. Mejor sería la gloria del viejo que se marcha debajo de su geisha después de una sobrecarga de sildenafilo. Al final, la muerte tiene estatus, no solo derivado de la dignidad o indignidad con que se nos presenta, como cuando el comandante fue asesinado, sino también por posibilidad de elegirla, de invitarla y preparar la cama para ella.
La imaginé de muchas formas y la soñé despierto en otras tantas, con la respiración sostenida y lagrimosa al lado de mi madre para no despertarla. La deseé en la ebriedad de mi cansancio y la supliqué mil veces en el desespero. Pero tenía miedo de afrontarla, me aterraba la idea de obligarla a entrar sólo por mi terquedad. Es decir, en cierta forma quería que ella fuera piadosa, condescendiente y amable, como quien te besa con la única excusa de ver tus ojos perdidos en la abstracción del deseo. Sin embargo, de todas las historias pensadas, de todos los performances estudiados, mi muerte me sorprendió por su lentitud y agonía, como todo en mí, y sobre todo por su inmaterialidad.
Todo se tornó incremental. Seguía sentado en mi silla de falso mimbre en el balcón, carcomido de frío y con un sudor nicotínico entre mis dedos. El peso esta vez parecía absorberme de manera inconmesurable, me sentía absorto por mi debilidad e impotente de la razón. Fue allí cuando decidí que había llegado el momento. O quizá no lo decidí, simplemente lo sentí, porque el abismo tiene la virtud de rozar el vértigo en nuestra piel, pero solo es posible racionalizarlo sino hasta después de golpear el fondo. Porque ese golpe es la auténtica providencia de lo que nos es plausible, de nuestra dignidad, de vivir desde el deseo.
La nebulosa no fue breve. Tardé muchas horas repasando la función del lazo o de la bolsa, del árbol, el salto o el propano, del cianuro o el río, o de todos ellos al mismo tiempo. Pero la fuerza se necesita hasta para morirse y eso era lo que me faltaba. Sentía cómo mis huesos se doblaban, mis pies se fundían en la alfombra y mis dientes cedían ante la fragilidad de la cinta. Mis ojos se cerraban y mis labios se desvanecían en direcciones opuestas. Era lo que tenía que suceder. Finalmente, la debilidad se convertía en una fortaleza que la muerte no suele reconocer.
Mi muerte fue lenta, pero nunca paró. Aún no ha parado y no lo hará. La muerte es esa cosa que nos enseñaron a temer, a ver como una amenaza o como algo desafortunado. Pero la muerte es la vida misma, así como la vida es la muerte. Todo el tiempo estamos naciendo y muriendo y a la inversa. Esta vez logré matarme, tenía que hacerlo, no había otra opción. Pero la muerte, o mejor, las muertes, tienen otra virtud: cuando no llegan por sí solas, sino por nuestra fuerza, podemos escoger en qué parte de la casa la queremos atender, podemos ser selectivos. Yo escogí alojarla en ese cuarto oscuro donde pasaba la mayor parte de mi tiempo, donde fumaba mis cigarros y la nostalgia, donde me acostaba con la desazón y me arropaba con el peso escéptico de la rendición. Ella se quedó mirando mis fotos de niño y mis poemas de abuelo, la guitarra destemplada y la canción de despedida escrita en la hoja amarilla. Pasó unas horas leyendo unas viejas cartas de amor que siempre comprendí al revés. Luego me miró a los ojos y pudo ver la pesadumbre de mis abusos, de mis desprecios, de mis ausencias. Me golpeó en la cara y me empujó hasta sacarme de la habitación. Se encerró en el cuarto, forzó la cerradura y yo me quedé sentado en aquella puerta, llorando sin sosiego, hasta la mañana siguiente cuando mis hijos me dieron la mano para salir a caminar.
Los seres vivos no sólo somos carne con huesos. Somos espiritualidad, solidaridad e intención. Somos también la alegría que mueve nuestras piernas y el llanto que revitaliza la resistencia. Somos la exhalación del orgasmo que nos dignifica y crea vida. Somos lluvia con sol. Por eso mi muerte no fue física. No me anuló el movimiento de los dedos ni me cortó la respiración. Tampoco me mató la sonrisa. Mi muerte fue en otro plano. Maté la parte de mí que no quería vivir, la que no le hacía elogios a la dificultad. Murió el freno y el ahogo, la autocompasión y la pereza. Murió el miedo. La muerte se llevó el cuarto oscuro donde albergaba el pasado sin comprender y el futuro acobardado. Murió una parte de mí, la que tenía que morir. Tenía que matarme para poder vivir.
Por los días en que cumpliría mis cuarenta años, la única certeza que tenía frente a mi vida, era que debía terminarla. No aguantaba más. Quizá desde muy joven sentí la muerte anticipada y autoinfligida como un destino ineludible, como un camino del cual no podría desviarme, como un estigma que no podía evitar. Luché silenciosamente durante años, callando mis lágrimas y ahogando mis impulsos, contra esta idea que ya no sabía absurda, contra la desazón de vivir, contra esas olas que me empezaban a tapar cuando ya no quería salir a flote. Esperé pacientemente encontrar una razón para no dormirme en día y despertarme en las noches. Quería una consigna, un sueño que no me aplastara en el intento de lograrlo. Quería simplemente poder sentir la inercia del sol y la opacidad de la luna sin perturbarme. Pero eso significaba querer todo lo que no podía tener.
Con el tiempo y las desavenencias de las horas más oscuras, el maldito policía moral llegaba con su bastón de mando a desahuciar mi alma del poco terruño que le quedaba habitable en mi cuerpo. La melancolía se apoderaba de mí y el bucólico vagabundo se alzaba cual déspota sobre mis miedos, sobre mis dolores, sobre mi infamia. Sólo un cigarro, o muchos, encendidos con la combustión triste de una tonada anglosajona, me hacían sentirme en la puerta de mi quietud inexorable, tanto así que decidí repetir esta rutina día tras día, en todas las horas, hasta poder burlarme de la vida y la inútil respiración.
Úrsula Iguarán me dijo una noche, sentado frente al balcón de la carrera séptima, que uno no se moría cuando quería sino cuando podía. Yo sí que podía dar fe de eso. Aborrecía dos cosas, que algún fulano tuviese que trapear mi sangre ennegrecida por las horas y que el morbo de la escena y la foto, la chiva y el mirón, masturbaran el deseo de aquellos que se creen vivos. Buscaba un escape elegante, una salida en hombros como la de aquellos que vestidos de luces solo traen la oscuridad ante un toro rendido, abatido. O mejor no, porque esa gloria es despreciable. Mejor sería la gloria del viejo que se marcha debajo de su geisha después de una sobrecarga de sildenafilo. Al final, la muerte tiene estatus, no solo derivado de la dignidad o indignidad con que se nos presenta, como cuando el comandante fue asesinado, sino también por posibilidad de elegirla, de invitarla y preparar la cama para ella.
La imaginé de muchas formas y la soñé despierto en otras tantas, con la respiración sostenida y lagrimosa al lado de mi madre para no despertarla. La deseé en la ebriedad de mi cansancio y la supliqué mil veces en el desespero. Pero tenía miedo de afrontarla, me aterraba la idea de obligarla a entrar sólo por mi terquedad. Es decir, en cierta forma quería que ella fuera piadosa, condescendiente y amable, como quien te besa con la única excusa de ver tus ojos perdidos en la abstracción del deseo. Sin embargo, de todas las historias pensadas, de todos los performances estudiados, mi muerte me sorprendió por su lentitud y agonía, como todo en mí, y sobre todo por su inmaterialidad.
Todo se tornó incremental. Seguía sentado en mi silla de falso mimbre en el balcón, carcomido de frío y con un sudor nicotínico entre mis dedos. El peso esta vez parecía absorberme de manera inconmesurable, me sentía absorto por mi debilidad e impotente de la razón. Fue allí cuando decidí que había llegado el momento. O quizá no lo decidí, simplemente lo sentí, porque el abismo tiene la virtud de rozar el vértigo en nuestra piel, pero solo es posible racionalizarlo sino hasta después de golpear el fondo. Porque ese golpe es la auténtica providencia de lo que nos es plausible, de nuestra dignidad, de vivir desde el deseo.
La nebulosa no fue breve. Tardé muchas horas repasando la función del lazo o de la bolsa, del árbol, el salto o el propano, del cianuro o el río, o de todos ellos al mismo tiempo. Pero la fuerza se necesita hasta para morirse y eso era lo que me faltaba. Sentía cómo mis huesos se doblaban, mis pies se fundían en la alfombra y mis dientes cedían ante la fragilidad de la cinta. Mis ojos se cerraban y mis labios se desvanecían en direcciones opuestas. Era lo que tenía que suceder. Finalmente, la debilidad se convertía en una fortaleza que la muerte no suele reconocer.
Mi muerte fue lenta, pero nunca paró. Aún no ha parado y no lo hará. La muerte es esa cosa que nos enseñaron a temer, a ver como una amenaza o como algo desafortunado. Pero la muerte es la vida misma, así como la vida es la muerte. Todo el tiempo estamos naciendo y muriendo y a la inversa. Esta vez logré matarme, tenía que hacerlo, no había otra opción. Pero la muerte, o mejor, las muertes, tienen otra virtud: cuando no llegan por sí solas, sino por nuestra fuerza, podemos escoger en qué parte de la casa la queremos atender, podemos ser selectivos. Yo escogí alojarla en ese cuarto oscuro donde pasaba la mayor parte de mi tiempo, donde fumaba mis cigarros y la nostalgia, donde me acostaba con la desazón y me arropaba con el peso escéptico de la rendición. Ella se quedó mirando mis fotos de niño y mis poemas de abuelo, la guitarra destemplada y la canción de despedida escrita en la hoja amarilla. Pasó unas horas leyendo unas viejas cartas de amor que siempre comprendí al revés. Luego me miró a los ojos y pudo ver la pesadumbre de mis abusos, de mis desprecios, de mis ausencias. Me golpeó en la cara y me empujó hasta sacarme de la habitación. Se encerró en el cuarto, forzó la cerradura y yo me quedé sentado en aquella puerta, llorando sin sosiego, hasta la mañana siguiente cuando mis hijos me dieron la mano para salir a caminar.
Los seres vivos no sólo somos carne con huesos. Somos espiritualidad, solidaridad e intención. Somos también la alegría que mueve nuestras piernas y el llanto que revitaliza la resistencia. Somos la exhalación del orgasmo que nos dignifica y crea vida. Somos lluvia con sol. Por eso mi muerte no fue física. No me anuló el movimiento de los dedos ni me cortó la respiración. Tampoco me mató la sonrisa. Mi muerte fue en otro plano. Maté la parte de mí que no quería vivir, la que no le hacía elogios a la dificultad. Murió el freno y el ahogo, la autocompasión y la pereza. Murió el miedo. La muerte se llevó el cuarto oscuro donde albergaba el pasado sin comprender y el futuro acobardado. Murió una parte de mí, la que tenía que morir. Tenía que matarme para poder vivir.